domingo, 5 de septiembre de 2010

"Comerse la noche" a los 32



De vez en cuando conviene recordar las horas invertidas en la ilusión de un aparejamiento. Suele hacerse en la noche que es cuando las presas están más reblandecidas por el sinsabor de alguna droga. Hablo de ilusión ya que, como muchos adivinarán, lo hago a posteriori.

Estoy en la barra de una disco-bar emblemática de Lleida, son las tres de la madrugada y he decidido suicidarme (esta es la única conclusión a la que uno podría llegar si fuera capaz de ver la penosa situación de la que fui protagonista, por la simple temeridad de haberme tomado un café unas horas antes).

La soledad obra milagros, y no estoy citando ningún precepto bíblico; uno está tranquilamente en su casa leyendo intensamente alguna novela o ensayo frugal sobre cuestiones fundamentales que atañen al espíritu humano y, de repente, le llama la urgencia por tomarse un café. Como parece obvio, no hay invitados, ni ningún tipo de compañía femenina que es lo que a mí me habría gustado. Uno, yo, está sólo y el café se lo toma sólo, sin más.

Pero la cuestión, como venía diciendo, tiene que ver con lo que sucedió después de tomármelo. Debo confesar que el efecto de la cafeína fue del todo inesperado, a medida que iba leyendo me excitaba cada vez más y, de todo ello, resultó que, sin haberme acabado los capítulos que tenía pensado leer de la Ilíada, me vi empujado, por una fuerza irrefrenable, a salir a la intemperie a hacer, qué exactamente? Pues bien, sencillamente a invertir mi tiempo en lo que antes he definido como una ilusión.

Nunca se me han dado bien la improvisaciones, y una miserable noche de agosto, en esta pequeña ciudad, no es el mejor momento para tomar tal determinación. El caso es que dejé el libro sobre la mesa, después de haber hecho las anotaciones oportunas, y salí decidido a lo que muchos, ingenuamente, llaman “comerse la noche”. ¡Vaya si me la comí! Me la comí entera con un cubalibre en la mano y sin más gloria que la de poder contemplar la soledad propia y ajena a través de un espejo. El antro estaba vacío, como jamás lo había visto en cinco años, no había más que tres asiduos desvergonzados y la camarera rubia detrás de una barra impenetrable. En ese búnker, sórdido y oscuro, nada bueno podía esperar, pero como muchas veces ocurre en momentos de marcado optimismo confié ciegamente en el peor de mis instintos.

Acababa de pasar una hora después de apurar el último trago de mi copa, el efecto de la cafeína aún persistía pero no así mis esperanzas de amortizar el tiempo invertido en aquella ilusión primigenia. La pista de baile seguía desolada, en la barra un desconocido me miraba con cara circunspecta y el portero del local no dejaba de apostar por un lleno hipotético que ni él podía llegar a imaginarse.

Después de dar unas vueltas por La Boite (así se llama el antro de esta pesadilla), de ir de aquí para allá con el único provecho de poder llegar a apaciguar lo efectos de la dichosa cafeína, me resigno y asumo un fracaso más. Compruebo que el vacío es definitivo y decido irme.

Juro que nunca más voy a dejarme llevar por el ímpetu de algunas drogas, y que nunca más lo haré solo un sábado del mes de agosto, sobre todo, no lo haré el mismo día en que se celebran unas fiestas de barrio alternativas y en el que otro bar importante tiene programada la fiesta que hubiera hecho innecesario explicar esta historia en el sentido que se narra.

Hay momentos en que también es bueno recordar la edad que uno tiene, especialmente para poder evitar algunas miserias y prevenirse de las noches que pueden resultar más traicioneras. 

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