martes, 7 de septiembre de 2010

Una temporada en el Putxet


El pisito era un auténtico zulo, con muy buenas intenciones, eso sí. Se asomaba amablemente por un ventanal a una callejuela que no merece la pena describir más que por su nombre: hablamos de la eminente calle Putxet de la ciudad de Barcelona. Tanta pompa, sin embargo, no merecería este lugar a juzgar por algunos de sus vecinos y muchas de sus costumbres. Se hallaba en lo alto de la ciudad, o en el extremo latitudinalmente superior de todo su recorrido. Sorprendía a simple vista, como ocurre muchas veces, que hubiera sido posible construir algo mínimamente estable en semejante inclinación de terreno.

La construcción era de una calidad parecida a los decorados de cualquier gran estudio cine de Hollywood, así fue siempre, al menos, la impresión que yo tuve. Muchas veces, después de tomarme un café o, sencillamente divagando por la casa, tuve la fantasía de hacer una cata de tabiques a base de puñetazos. Por aquel entonces estaba muy irascible y tendía a la violencia con facilidad, más a la verbal que a la física, como es lógico; por suerte, siempre he gozado de un punto de prudencia que los hechos (más bien su ausencia) han acabado convirtiendo en virtud.

El zulaco, como nos gustaba llamarlo en nuestro idiolecto por aquellos tiempos, estaba cargado de historias y por ello gozaba de cierta fama y reconocimiento entre nuestros amigos. Nunca hubo amigas, más que para la fornicación de algunos; lo otro, eran satélites distantes poco dados a salir de sus órbitas. Una verdadera lástima ya que muchos estábamos ansiosos por desenvainar nuestras espadas, las que con el tiempo han demostrado ser de la mayor utilidad para muchas féminas, y para nuestras prácticas más íntimas, en general.

Desde el punto de vista de la salubridad, el piso no tenía las mejores condiciones, aunque tampoco suponía un verdadero peligro para nuestra salud. La falta de luz era un aspecto tenebroso y tormentoso,de aquel lugar; en invierno era como vivir en un país nórdico y del verano sólo te enterabas por el sofocante calor que teníamos que soportar. La distribución del espacio era inmejorable; un cuadrado perfecto con soluciones muy ingeniosas, que tampoco me voy a detener a describir ahora.

Entre esas paredes sucedieron muchas cosas: hubo mucha contaminación etílica, muchos fueron los buenos momentos que allí se vivieron, también hubieron muchas mentiras y se proclamaron disertaciones de gran envergadura moral. Las resacas fueron duras y abundantes, pero resistimos confesándonos fielmente todas nuestras miserias. Por aquel entonces, ambos moríamos y revivíamos con gran facilidad. Bueno, más bien era yo, que todavía no había aprendido del todo a vivir. Sin embargo, fue una época muy prolífica en lo que se refiere a mi actividad como escritor ocasional, muchas historias de este diario fueron contadas desde sus entrañas, fueron buenos tiempos aunque dolorosos.

Algunas noches las botellas de vino se descorchaban con demasiado entusiasmo,  pero, quién teme a los buenos vinos? Las cervezas eran motivo de disputas intelectuales que giraban entorno a su supuesta idoneidad en la dieta mediterránea estándar; discutíamos sobre las medidas que la podían convertir más en un amigo que en lo contrario, yo, por supuesto, siempre defendí la medida como la calve del éxito para su consumo. Hoy me ratifico y celebro, sin tapujos, mi perdurable amistad con ese dorado brebaje. Tema aparte es la relación especial que requieren cervezas tan singulares como la Voll-Damm, a la que hay que temer a la par que se adora.

El zulaco era testigo de todas nuestras trifulcas y confesiones, también de visitas inesperadas y de noches de insomnio. Trabajo, desayunos, lecturas, prácticas académicas y muchas carcajadas eran el día a día. Me olvidaba de las sesiones camaronianas, ah! Cómo olvidarme de ellas! La leyenda del tiempo era el himno que santificaba nuestra convivencia. Cuando este tema sonaba en el viejo aparato JVC se hacía el silencio como en el más solemne de los entierros. Sólo Camarón podía hablar con su voz desgarradora y profunda. La televisión únicamente existía para ver películas en versión substitulada -en inglés- por imposición severa de mi casero, y amigo. Una gracia que con el tiempo he sabido apreciar. Lo bueno de no ver la televisión es que uno aprende a desternillarse de risa, casi de forma natural. Hoy es algo que añoro.

En fin, el Putxet es hoy algo más que un barrio chic de Barcelona, es algo más que una callejuela oscura y empinada que aguarda obsitnadamente el paso de las historias. Es un trozo de mi vida que tengo la obligación de apreciar para poder ser honesto. Fue, al fin y al cabo, un trozo de oscuridad muy fértil. Como decía mi abuelo “muchas cosas acaban por ser lo que la memoria nos deja que sean”. Por ahora, aquí se acaba el relato sobre este episodio de mi vida. Más adelante, se darán a conocer otros detalles.

domingo, 5 de septiembre de 2010

"Comerse la noche" a los 32



De vez en cuando conviene recordar las horas invertidas en la ilusión de un aparejamiento. Suele hacerse en la noche que es cuando las presas están más reblandecidas por el sinsabor de alguna droga. Hablo de ilusión ya que, como muchos adivinarán, lo hago a posteriori.

Estoy en la barra de una disco-bar emblemática de Lleida, son las tres de la madrugada y he decidido suicidarme (esta es la única conclusión a la que uno podría llegar si fuera capaz de ver la penosa situación de la que fui protagonista, por la simple temeridad de haberme tomado un café unas horas antes).

La soledad obra milagros, y no estoy citando ningún precepto bíblico; uno está tranquilamente en su casa leyendo intensamente alguna novela o ensayo frugal sobre cuestiones fundamentales que atañen al espíritu humano y, de repente, le llama la urgencia por tomarse un café. Como parece obvio, no hay invitados, ni ningún tipo de compañía femenina que es lo que a mí me habría gustado. Uno, yo, está sólo y el café se lo toma sólo, sin más.

Pero la cuestión, como venía diciendo, tiene que ver con lo que sucedió después de tomármelo. Debo confesar que el efecto de la cafeína fue del todo inesperado, a medida que iba leyendo me excitaba cada vez más y, de todo ello, resultó que, sin haberme acabado los capítulos que tenía pensado leer de la Ilíada, me vi empujado, por una fuerza irrefrenable, a salir a la intemperie a hacer, qué exactamente? Pues bien, sencillamente a invertir mi tiempo en lo que antes he definido como una ilusión.

Nunca se me han dado bien la improvisaciones, y una miserable noche de agosto, en esta pequeña ciudad, no es el mejor momento para tomar tal determinación. El caso es que dejé el libro sobre la mesa, después de haber hecho las anotaciones oportunas, y salí decidido a lo que muchos, ingenuamente, llaman “comerse la noche”. ¡Vaya si me la comí! Me la comí entera con un cubalibre en la mano y sin más gloria que la de poder contemplar la soledad propia y ajena a través de un espejo. El antro estaba vacío, como jamás lo había visto en cinco años, no había más que tres asiduos desvergonzados y la camarera rubia detrás de una barra impenetrable. En ese búnker, sórdido y oscuro, nada bueno podía esperar, pero como muchas veces ocurre en momentos de marcado optimismo confié ciegamente en el peor de mis instintos.

Acababa de pasar una hora después de apurar el último trago de mi copa, el efecto de la cafeína aún persistía pero no así mis esperanzas de amortizar el tiempo invertido en aquella ilusión primigenia. La pista de baile seguía desolada, en la barra un desconocido me miraba con cara circunspecta y el portero del local no dejaba de apostar por un lleno hipotético que ni él podía llegar a imaginarse.

Después de dar unas vueltas por La Boite (así se llama el antro de esta pesadilla), de ir de aquí para allá con el único provecho de poder llegar a apaciguar lo efectos de la dichosa cafeína, me resigno y asumo un fracaso más. Compruebo que el vacío es definitivo y decido irme.

Juro que nunca más voy a dejarme llevar por el ímpetu de algunas drogas, y que nunca más lo haré solo un sábado del mes de agosto, sobre todo, no lo haré el mismo día en que se celebran unas fiestas de barrio alternativas y en el que otro bar importante tiene programada la fiesta que hubiera hecho innecesario explicar esta historia en el sentido que se narra.

Hay momentos en que también es bueno recordar la edad que uno tiene, especialmente para poder evitar algunas miserias y prevenirse de las noches que pueden resultar más traicioneras. 

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Sueños



Hoy he tenido uno de esos sueños perfectos para el diván de cualquier psicoanalista. De él, como suele pasar, recuerdo sólo algunos fragmentos, acaso los más extravagantes e inquietantes y, por qué no admitirlo, también los más dados a la interpretación.

En el más sugerente de ellos me encuentro estirado en una cama situada en la parte exterior de un edificio. Diríamos que es una suerte de habitación invertida, pero sin paredes ni suelo, en ella sólo hay tres camas y todas están ancladas a la fachada pero sin saber de qué manera. A través de una ventana podemos acceder al interior del edificio. Estoy un poco angustiado porque no me gusta la cama que me ha tocado, miro para bajo y puedo ver el vacío que se forma a unos 20 o 30 metros de altura.

No estoy cómodo, más bien estoy aterrado, porque noto que la cama es algo enclenque y no me proporciona la seguridad que uno necesitaría en tales circunstancias. Desconozco de quién son las otras camas con las que que comparto tan rica experiencia. Me da la sensación que en cualquier momento me puedo caer y siento la necesidad de cambiarla por otra más firme de las que tengo a mi lado. Supongo que habré sudado en estos momentos.

También recuerdo que voy en mi nueva bicicleta, pero las cosas se tuercen por un problema con las ruedas. Me detengo a ver que sucede, resulta que están desinfladas y por más que las inflo siguen siendo flácidas y se deforman con tanta facilidad como los relojes blandos de Dalí.  Siento inquietud y algo de tristeza frente a la impotencia que suscita en mí esta inexplicable situación. Me paro en un semáforo, ahora voy en ciclomotor, me saco las gafas y, de repente, están viejas y desgastadas. Siento gran disgusto por ello ya que no me voy a poder comprar otro par.

Por último, me encuentro en una ciudad desconocida, pequeña, podría ser una pueblo grande. Toda ella es como un zoológico, con esto, quiero decir que uno puede pasearse tranquilamente por ahí  contemplando cada especie de animal a medida que camina por sus callejuelas. Mientras voy paseando, me detengo a observar con gran interés los nidos que algunas especies de murciélagos tienen en las grietas de pequeños roquedales integrados en el entramado urbano. Sigo caminando  y recuerdo un piso muy bonito que puede comprar unos años atrás en una bonita plaza de esta ciudad desconocida, que bien podría llamarse Barcelona.

Me despierto, he dormido bien a pesar de tantos contratiempos y situaciones embarazosas. Hay pocos momentos más placenteros que cuando uno se despierta de una pesadilla y, entre bostezos, se da cuenta que todo ha sido un sueño.